Enero 16 del 2021
Segundo año de la Pandemia
El Páramo
Vecino a nuestra propiedad, por el viento poniente, más allá del muro perimetral se extiende el páramo. En el verano, con las lluvias, se cubrió de verdor, brotó la hierba fina, de un verde brillante, casi líquido, los arbustos que fueron arrasados el año anterior comenzaron su lento despertar. Entonces trajeron los caballos, inquietos corceles se unieron al par de jamelgos y un burro que de suyo habitaban el yermo páramo, y con ellos llegaron las yeguas con sus tiernos potrillos. Atrapado en mi confinamiento, con el temor difuso que todos compartíamos, y por lo mismo más sensible de espíritu, cada mañana al despertar contemplaba yo el espectáculo de la vida desde la ventana de mi estudio. Primero fue uno, bayo claro, la crin casi rubia, recién nacido apenas, que ensayaba sus frágiles patas bajo la vigilante mirada de su madre. Era un gusto verle cada mañana titubear sus pasos, tropezar y levantar, mientras buscaba la ubre generosa y milenaria, henchir el pecho con sus primeras torpes carreras alrededor de la orgullosa yegua, apropiarse del inicio de su existir. Con la hierba crecida llegaron nuevos potrillos, explorando tímidos el mundo alrededor de sus madres, a las que volvían temerosos o hambrientos, un minuto sí y otro también. Conforme crecían se animaban a correr, a esconderse entre los arbustos mientras la yegua los buscaba con mirada inquieta, a olerse unos a otros con desconfianza, y las madres furiosas batallaban para protegerlos del peligro de los garañones, que reclamaban encabritados el tributo de su instinto. El otoño avanzaba, y comenzaron a aparecer manchones amarillentos en la verde pulcritud del páramo, la siega misma de los caballos disminuyó la hierba y las hojas en las ramas, la tierra gris y parda comenzó a aflorar, su polvo, fino e invisible, entraba por las ventanas y se depositaba sobre los muebles del comedor. Llegaron las navidades, como una esperanza largamente acariciada, viajamos a reunirnos con los hijos. La mañana del viaje me asomé a la ventana, por última vez en el año, y en el paisaje cada vez más pardo, pude observar a unos hombres, auxiliados por sus perros, que azuzaban a mis caballos hacia la esquina del baldío. En el nuevo año la ventana da a una pared de ladrillos percudidos, el paisaje de la urbe me despide, mientras cierro la maleta tengo miedo de volver, de regresar para encontrarnos, el páramo y yo, solitarios nuevamente para el resto de la pandemia.
Alfredo T. Ortega