Un año de inoportunas estaciones
“Niñas, necesito que firmen por favor esta carta de consentimiento, la situación es crítica. No las voy a despedir; sin embargo, no puedo pagarles más que el salario mínimo. Hemos de trabajar desde casa”
Supongo que soy afortunada por estar a ras de sueldo para alquiler, comida y servicios básicos. Ojalá no enferme. Quiero ser optimista y aprovechar el tiempo, ese del que tanto me quejaba por no tener. Puedo llamar a mi madre, estudiar inglés, leer mis libros pendientes, ver una película hasta el final sin quedarme dormida por cansancio.
No hice nada.
Se agotó la primavera y con ella mis esperanzas de cruzar el Atlántico para reunirme, una vez más, con quien a día de hoy se empeña en cultivar mi sentido de futuro y apapacharme la sensibilidad de cuando en cuando para que no se me endurezca. Me dice que lo más probable es que podamos vernos en verano, que no me desespere.
El calor casi delirante me anuncia el verano y llega de la mano con la dichosa probabilidad ya desde el principio desinflada, y la mala nueva de que “la cabeza piensa donde los pies pisan”, y yo salté ese día de la cama para andar un suelo de estiércol, caliente y pestilente de iras, y la sensación constante de orfandad que desde siempre me he negado a racionalizar. Pero esta vez piso el desamparo casi absoluto, habito el silencio al que le temo y me da la bienvenida a un espiral de Yo y mi conciencia, de lunes a domingo veinticuatro siete.
Hacer la limpieza todos los días, de alguna manera ataja el curso de mis pensamientos, puedo fregar el piso al ritmo de la música y pretender que mi pérdida de tiempo está justificada, porque ordenar el espacio visual nunca es improductivo. Dirán que es imposible que me tome 5 horas limpiar un departamento tan pequeño; yo les puedo demostrar que no es así, que siempre se puede más. Que cuanto más silencio hay, mi entorno luce cada vez más sucio. ¿A quién engaño? Eso se traduce a más música, a una desviación más pronunciada del bucle de recuerdos y culpas que me ofuscan, a 24 horas del día menos 8 horas de sueño, menos 5 horas de limpieza, en suma: a 10 tortuosas horas de Yo y el pasado, de Yo y la incertidumbre, de Yo y mis inseguridades intelectuales, de Yo y mi apatía hacia el optimismo de los otros, que no alcanzo a entender de dónde nace ni cómo se consigue.
Todo ha vuelto a la “nueva normalidad”, pero ahora es otoño y yo tengo vedada otra posibilidad de sentir y habitar el amor (o lo que sea). Me he convertido en esa artesa, en términos de Musil, que es lavada a ratos por uno y otro arroyuelo cuyas aguas son esos nueve caracteres de lo privado, lo geográfico, sexual, estatal, nacional, de clase, consciente, inconsciente y profesional. Sé que moran en mí, pero soy incapaz de mirar sus bondades, y si se quiere, su utilidad. He hiperdesarrollado ese décimo carácter de “la fantasía pasiva de los espacios vacíos”. La mucha conciencia me ha minado los sentidos y con ellos también el regocijo de los recuerdos.
Es invierno: mascarillas por todas partes, estacionamientos a tope y luces navideñas, auguran el caos social y la prolongación de la amargura y la incertidumbre que ha traído consigo una semillita de desesperanza que brota y no para de crecer cual guía de lúpulo sobre nuestras vidas públicas, privadas y nuestros deseos. La bondad no flotaba en el aire. Volví al trabajo y sólo leí miedo en los ojitos que alcanzan a asomar para darme un “buenos días, Señorita”, tímido, desconfiado, pero necesario.
Me encuentro, como al principio, en el ocaso de la primavera y, nuevamente, con la sensación de que mis días no se suceden unos a otros, sólo se repiten. Un año entero de inoportunas estaciones cuyos largos días se me han cristalizado en la memoria como botellas de cloro, gatos, arroz, lentejas y silencio.
Desde mi ventana, cuando el tiempo me da tregua, pienso que ahora la vida transcurre por un entramado de cobres, aluminios y plásticos, a través de los cuales creemos hacer política, amamos, jugamos, compartimos, hacemos juicios morales y anulamos nuestras voluntades. Cuando miro, me invade la sensación de haberme convertido en una criaturilla cuyo hogar ha trascendido sus propiedades materiales, vínculos fraternales y filiales, para permutar en una consciencia virtual colectiva, que deja atrás la contemplación, lo público real y el mundo.