Despertar. Observar el teléfono y que la luz azul queme los ojos. Entender que nada ha pasado. Excepto un día más y un puñado de muertos.
Al mirar el reloj este adquiere algo de pelicular. De repente continua su marcha, de repente se detiene. ¿Y qué hacer con él? Para los más optimistas, el confinamiento representó una oportunidad, un espacio para dedicar más tiempo a aquellas actividades que habían quedado rezagadas por la cotidianidad. Yo mismo fui uno de ellos. Hasta que en el quinto o sexto día ya no podía leer, ni escribir, ni nada.
El tiempo en su forma más pura significa un espacio idílico para la reflexión. ¿Cuál es mi papel en todo esto? ¿Es nuestro deber narrarnos? ¿En qué punto el arte deja de ser necesario y se vuelve una banalidad? Al artista cotidiano se le presentan dos opciones, cumplir con alguna clase de voz de su época y hacer, o recurrir al silencio casi tibetano.
He leído, pero no literatura. He leído las noticias, me entero de números, me empapo de estadísticas, de pronósticos, de cancelaciones.
Para otros tantos el aislamiento ha sido el espacio del escritor. Desear estar lejos, para estar más cerca. ¿Pero cómo escribir cuando hay gente muriendo? La gente muere todo el tiempo, me dijeron.
La palabra aislar está compuesta por el prefijo ad (hacia) y la palabra isla. Aislar es poner en una isla. Alejarlo de todo, hacer que encarne su propio núcleo. Desde un inicio el aislamiento es un acto egoísta, como puede serlo escribir.
Pero si utilizamos la individualidad del egoísmo entonces tal vez hay salvación. Establecer una distancia que nos permita ver las cosas empáticamente. Entender al Otro. Para así, poder seguir siendo yo. Entonces se puede cumplir con el deber de narrar el exterior. Hablar con nuestra lengua como si fuese una lengua ajena, como lo sugiere Deleuze. Sólo entonces el tiempo tal vez no esté del todo perdido.
Pienso en las posibilidades. Las anoto. A pesar de todo aún dan ganas de tirarse a la cama. De rendirse; el día está por terminar.