Pienso en una forma de comenzar este texto, pero mi cabeza está en blanco. No porque el pensamiento esté mudo, habla tan rápido que es difícil entender lo que dice… han pasado tantas cosas en la inmovilidad y monotonía de los días, que el cambio en nuestras vidas ha sido vertiginoso.
Hemos regresado a la normalidad, sin embargo, ya deberíamos saber que nada en este año ha sido normal. A veces me da la sensación de que todo ha sido un simulacro, que un día vamos a despertar en enero del 2020 y todos estos meses van a desvanecerse como el entumecimiento del cuerpo cuando abrimos los ojos en la mañana.
En otras ocasiones me abruma una sensación de hiperrealismo, con la que me enfrento al hecho de que transcurrió un año en el que no hice nada y del que no guardo recuerdos, porque todos los días son iguales en hastío y alegría.
Es paradójico, es confuso, pero también estimulante, como la arena mágica con la que juegan los niños. Es una ocasión de reflexión, porque en este periodo nos hemos enfrentado a nuevos paradigmas al perder cosas que dábamos por sentado.
Nuestras rutinas cambiaron para adecuarse a una nueva forma de vida; el café de la mañana ahora se bebía en compañía de la familia que también debía quedarse en casa, se retomaron pasatiempos olvidados, como la repostería, la costura o la lectura; comenzamos a vivir en función en otras prioridades. Los días se llenaron de tedio y de sol, de trabajos pendientes y de juntas por Zoom; los amigos se reunían a la distancia y los abrazos fueron cambiados por palabras y emoticones.
Y ha sido chocante; sin embargo, revelador. Es una oportunidad para crecer, para conectarnos de otras maneras, para establecer nuevos patrones y metas. Luego del conflicto, las sociedades crecen, y con todos estos cambios hemos comprobado nuestra capacidad de adaptación.