Don Maurilio.
Por: Manu Chernets
Ayer le tocó el turno a Don Maurilio.
Los servicios médicos de urgencia ya habían recogido la semana pasada a Doña Mariana, la adorable abuelita que recogía pájaros heridos, quien regaba al anochecer sus plantas de olor sembradas en botes oxidados. Y a Don Cuco, el jubilado de una empresa estatal que se jactaba de buena salud, corriendo todas las mañanas con su camiseta de color indefinido y sus anticuados shorts que alguna vez rodearon músculos turgentes y nervios pero que ahora sólo mostraban unas endebles piernas manchadas. Pero eso no le importaba a Don Cuco. Bajo cualquier clima hacía su aparición, guardando la misma hora y repitiendo la misma rutina de ejercicios. Su buena condición física no le garantizó la inmunidad y el virus que se respira en los miasmas de nuestra ciudad silenciosa se lo llevó un jueves o un viernes.
Nunca regresaron.
Las plantas de olor se marchitaron y ya no se escuchó más el canto de los pájaros. Tal vez se marcharon a otras latitudes, instigados por la curiosidad de conocer nuevos territorios.
Pero Don Maurilio… Él era un caso especial.
Habíamos sido vecinos desde hace muchos años, cuando este barrio comenzó a poblarse de matrimonios jóvenes que trajeron decenas de criaturas, pleitos y divorcios. Don Maurilio y su silenciosa esposa, Armida, no entraban en esa categoría. Nadie los visitaba, lo cual era una señal que habían decidido aislarse del mundo. La casa, de puerta verde y tejado rojizo, parecida a las acuarelas que los pintores ociosos te enseñan a dibujar en YouTube, era igualmente silenciosa que la esposa. La pareja aparecía sólo cuando había la necesidad de acudir por las provisiones y saludaban amablemente a todos los vecinos pero jamás se detenían a profundizar en las vidas ajenas.
¿Cuál había sido la profesión de Don Maurilio? Sus modales corteses revelaban que habría dejado sus mejores años en la dirección de alguna empresa o se habría encargado de organizar empleados. Nunca me atreví a detenerlo para entablar una conversación.
Una neblina intermitente que apareció el último domingo de marzo nos anunció que la epidemia había llegado. A la población le costó trabajo acatar las reglas del aislamiento para evitar la dispersión. Los comunicados que llegaban a través de las fuentes de información eran ambiguos y tanto nos permitían salir a tomar una copa al bar como nos instigaban a colocar tapias en las ventanas y rociar con desinfectante todos los lugares en los que hubiéramos estado. Los comentarios de la población aislada en las redes sociales eran igualmente ponzoñosos, hasta que los primeros muertos entraron en escena.
Por esos días de cuarentena forzada hice mi acopio de libros electrónicos. Me atrajo la lectura de “Al país de las montañas azules” de Mme. Blavatsky y decidí disfrutar su crónica de un viaje místico sentado en el frescor de mi terraza en la segunda planta. Frente a mí se alzaba la puerta verde de Don Maurilio. En esa ocasión empezaba a maldecir la pésima transcripción en formato digital de la célebre ocultista rusa, cuando escuché el sonido de una sonaja o de algún instrumento similar que provenía de aquella casa. Luego inició un canto sin palabras, con sonidos guturales modulados en una forma rítmica: Don Maurilio estaba ejecutando un ritual ancestral.
Hacía un par de años que la señora Armida se había marchado del barrio. Nadie supo en qué momento ocurrió ni cuáles fueron las razones de su separación. Tal vez el silencio agotó el escaso lenguaje de señas que practicaban y sus conversaciones mudas se volvieron insulsas. Tal vez la cotidianidad, esa herrumbre que destiñe la tela de la novedad y que corroe las maneras estereotipadas del interlocutor acabó matando de tedio los rituales en el desayuno y las ceremonias vespertinas. Probablemente la señora Armida se habría aburrido del rostro y de las maneras corteses de Don Maurilio, o al igual que los pájaros de Doña Marianita, tal vez quiso ver el ancho del mar o deseó abrir un negocio de estética en un pueblo ignoto en las montañas azules que describe Mme. Blavatsky con parsimonia decimonónica en un idioma inglés aprendido tardíamente.
El adiós, silencioso y leve, separó aquellas dos almas, y Don Maurilio comenzó un viaje interior inédito. En varias ocasiones, desde mi terraza alcancé a ver que llegaba con bolsas en las que sobresalían plumas abigarradas, paliacates y otras telas multicolores. En una ocasión trajo rocas de tepetate rojizo e imaginé que estaba construyendo un temazcal en su jardín. Lo más sorprendente es que no pareciera ocultarse de nadie, como si el anonimato que practicaba en el pasado no importara en estas circunstancias. Continuaba sin comunicarse con nadie, pero era evidente que se habían transformado sus costumbres. A partir de ese momento comenzaron a intrigarme las historias que se ocultaban detrás de la puerta verde.
Imaginé a Don Maurilio elaborando un traje ceremonial, impregnando de rezos cada puntada y dejando que se plasmaran las imágenes que los psicoactivos enteógenos detonaran en su cerebro después de una brutal ingesta de Hicuri o peyote de los desiertos del norte. Posterior a la confección de su vestimenta, lo visualicé invocando a los dioses prehispánicos, señores de los cinco rumbos, utilizando un copalero con forma de serpiente emplumada y recibiendo mensajes sagrados con el rostro fundido en la tierra del jardín. En ese estado de trance pude percibir que Don Maurilio ya estaba en una plena conexión con el panteón de las deidades y sus cantos guturales acompañados de sonajas de formas inimaginables estaban trayendo a nuestra insípida cuarentena la verdad que estuvo dormida en las piedras, en las plantas y en los elementos…
Intenté, vanamente, profundizar en la lectura de Mme. Blavatsky, absurdamente inverosímil, pero el sonido de su sonaja me inspiró un verso que a continuación transcribo:
“Nadie me lo ha dicho Nadie me lo ha contado
Los muertos están felices Porque llegaron al otro lado”
La ambulancia lo recogió a las 7:00, cuando el sol del horario de verano ya se alzaba triunfante sobre la ciudad silenciosa. Yo estaba regando las macetas de la terraza y miré mi AppleWatch que se obstinaba en juzgar mi falta de actividad física a esa hora de la mañana. Dos paramédicos anónimos enfundados en trajes blancos llamaron suavemente a la puerta y al cabo de unos momentos se abrió y los paramédicos entraron. En ese momento el agua ya había saturado la maceta de la reina de noche y empezaba a salpicar mis sandalias. Cerré la llave y decidí esperar para ver el desenlace. Pero todo sucedió bastante aprisa. Los hombres, con una gran experiencia, subieron rápidamente el cuerpo a la ambulancia y uno de ellos utilizó un aparato para rociar de desinfectante la puerta y los alrededores de la ambulancia. Recordé las escenas que alguna vez vimos en los libros de historia referentes a la peste bubónica, y tan sólo faltaba que colocaran una marca o pegaran un pasquín en la emblemática puerta verde. Luego, el vehículo arrancó en silencio, en esa soledad que corta las palabras y nos obliga a retener el aliento.
En los días posteriores abandoné la lectura de Mme. Blavatsky y me entretuve en repasar películas de temas siniestros. Me di cuenta que el enemigo invisible, el interruptor de vidas ajenas, era capaz de llevarse a los hombres y mujeres sin importar cuál fuera su credo, y tal vez para la alegría de los católicos que se ocultaban temerosos detrás de las paredes de sus hogares, un hombre condenado, que había descubierto el animismo en el ocaso de su existencia, era una señal del castigo divino, sin intuir que, para todos, la espada de Damocles estaba suspendida día y noche, como el inveterado Sol o las milenarias estrellas…
Ese día rellené el alimentador de colibríes y lo coloqué en una de las vigas del tejado de mi terraza. Me percaté que mi camiseta tenía el mismo color indefinido de la vestimenta de Don Cuco y me imaginé bordando un traje ceremonial como el que seguramente tenía Don Maurilio en su casa. Definitivamente esa vestimenta no era para mí y deseché ese pensamiento peregrino. Las primeras golondrinas de este año fatídico ya trinaban posadas en los cables de la electricidad y la mañana parecía exactamente igual a las anteriores, con excepción de la puerta verde que se cerró suavemente. ¿Fue mi imaginación? ¿Habría regresado la señora Armida a reinar en el silencio de su casa? ¿O Don Maurilio retornó de entre los muertos, en una especie de milagro nazareno?
Durante los días posteriores estuve atisbando desde mi atalaya, con el pretexto de alimentar colibríes inexistentes y plantas saturadas de agua fresca, hasta que llegó la tarde en la que vi la puerta verde entreabierta. No pude resistir la inquietud y bajé a curiosear. Con nerviosismo coloqué el cubre bocas en mis largas orejas. Tomé un ate de membrillo que había comprado en mi último viaje solitario a la serranía, crucé la calle y me acerqué impúdicamente a la puerta entreabierta, con el corazón palpitante.
Llamé con suavidad.
La puerta se abrió y vi los ojos sonrientes de la señora Armida, quien me saludó a través de su burka azul celeste. Sentí los labios secos que me impidieron pronunciar un discurso inteligible. La señora Armida entendió mi confusión: se apartó un poco y pude ver por primera vez el fondo de la casa: detrás de una arcada estaba el temazcal de tepetate y el círculo sagrado de piedras que semejaba un ombligo. En las columnas de la arcada estaban las plumas multicolores, las telas y paliacates, los bastones de poder, los instrumentos prehispánicos, el traje ceremonial, cuidadosamente extendido sobre una cruz de otate… Y en un extremo, mirando hacia la puerta, Don Maurilio estaba sentado en un equipal. Vestía una bata de hospital y tenía una frazada en las rodillas. El cubre bocas borraba la mitad de su rostro, pero sus ojos estaban vivos y brillaban en la penumbra; Don Maurilio había retornado del lugar de las sombras eternas… O ¿quién sabe? Tal vez su presencia no era necesaria en “aquellos rumbos” en este momento. O tal vez sus rituales paganos habían despertado la conmiseración de las deidades invocadas y, en retribución, se le habían concedido algunos años más de cantos guturales.
No pude añadir ningún comentario. Dejé el envoltorio sudado en la mano de la señora Armida quien agradeció inclinando suavemente su cabeza y me retiré.
Ya en casa, abrí el libro de Mme. Blavatsky y comencé a releerlo. Parecía otra lectura. Tal vez Mme. Blavatsky se arrepintió y reescribió su libro en el transcurso de los días en que lo desdeñé. Tal vez mi deseo secreto de entender las verdades eternas hicieron que sus palabras trajeran nuevos significados para mí… Tal vez tengo la capacidad de materializar lo que imagino… Tal vez…
8 de abril de 2020 Año de la Epidemia